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Cultura para inconformes…
David Eduardo Rivera Salinas

La pregunta por la verdad: entre la cultura y la política.

La verdad se asemeja a Dios: no aparece inmediatamente,
hace falta que la intuyamos a través de sus manifestaciones.

El filósofo alemán Rüdiger Safranski propone entender el concepto de verdad a partir de la siguiente afirmación: la pregunta por la verdad implica una escisión, un rompimiento.

Es decir, sólo puedo preguntarme ¿quién soy yo? si aún no me conozco lo suficiente, si mi ser y mi conciencia están desunidos, sí, en definitiva, estoy separado de mí mismo.

Nietzsche supo describir esta paradoja así: llega a ser el que eres.

Para poder plantearse a uno mismo la pregunta por la verdad, hay que estar fuera de sí; es decir, la verdad ha de recibirse desde fuera para, finalmente, hacerse con ella y estar en uno mismo como en casa.

Buscar pues la verdad inicia en ése estar fuera. Estamos separados de nosotros mismos, y lo que nos separa es la conciencia. La conciencia que no el ser, es la pregunta por la verdad y, como nos separa, la experimentamos con dolor: la conciencia nos arrebata la inmediata levedad del ser, parafraseando a Milan Kundera.

Pero, ¿qué es la verdad? Francis Bacon, el famoso pensador inglés, por ejemplo recurrió a la figura de Poncio Pilatos cuando éste bromeando, se preguntó por ella y no esperó la respuesta. Como él, muchos ironizan sobre esta pregunta, muchos en realidad la arrinconan, otros le reservan respuestas rápidas, y otros más son escépticos sobre la posibilidad de una respuesta.

Nosotros traemos a escena a quienes desean descubrir el rostro auténtico de la verdad; a ellos, el gran Poeta Goethe les dice: Dios se revela mediante sus signos y epifanías, lo mismo sucede con la verdad.
Se requieren pues, ojos limpios y lúcidos, capaces de descubrir las huellas que la verdad impregna en el ser y en el existir, en el espacio y en la historia. Sin embargo, es necesario mantenernos atentos para encontrarlas, para no hacer eco de las palabras de Aristóteles al respecto: la más mínima desviación inicial de la verdad se multiplica, según se avanza, mil veces más, y así se aleja de nosotros cada vez más.

Así, no resulta fácil distinguir los frutos buenos de la verdad y los envenenados de la falsedad, pues como decía el poeta italiano Gabriele D'Anunzio, lo falso y lo verdadero son las hojas alternas de una pequeña rama. Por eso, en el Evangelio de Juan, al Espíritu Santo se le llama Espíritu de Verdad, pues despierta la profunda e incontestable verdad que libera y salva.

¿A dónde van éstos cuestionamientos? Pienso que siempre se ha intentado salvar a la sociedad por medio de grandes verdades, muchas de ellas expresadas con buenas intenciones; puede decirse entonces que bienintencionados proyectos han sido derrumbados, pero no en cambio, que la búsqueda de las grandes verdades o de una verdad única y salvadora, haya terminado.

Verdades como las de Platón o Aristóteles, como las de la metafísica o las de la filosofía, trasladadas a la política han provocado muchos daños; sin embargo, son necesarias en política. Por el contrario, las ideas que, dicho filosóficamente, se dirijan a lo trascendental para la convivencia, es decir, que generen las condiciones de una convivencia libre y pacífica, son necesarias.

Lo que necesitamos pues, es una política de verdades que no ambicione dar sentido a la existencia, que no le arrebate el alma a los ciudadanos, sino que les permita a cada uno de ellos buscar su verdad. Una verdad que incorpore el reconocimiento de la insuperable alteridad del otro y el respeto por su libertad, es decir, una libertad política, que en su cruce con la cultura, por ejemplo, genere un ámbito de verdad cultural, que no aspire a la paz sino a la pasión. Al final, necesitamos ambas: una verdad política que se preocupe por la justicia y el bienestar, y una verdad cultural que anhele sobre todo, sentir la intensidad de la vida sin renunciar a la arriesgada tarea de vivir en sociedad.

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