Cultura para inconformes…
David Eduardo Rivera Salinas
Somos lo que compramos
Arnold Bauer
Historiador norteamericano
Como se recordará, hace poco más de dos mil años, una extraordinaria colección de libros y cartas advertía que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja que un rico entrara al cielo; incluso, el protagonista de esta historia, yendo aún más allá, expulsó a los mercaderes del templo.
Bueno, al inicio de este tercer milenio, parece que olvidamos esta advertencia, mientras nuestras sociedades de consumo sigan adorando el dinero y los bienes. Durante todo este tiempo, la mayor parte de las personas libra una batalla diaria, a menudo estéril, para obtener los productos más elementales –como la comida, el vestido y la casa- que les permita vivir dignamente.
Hoy en día, un porcentaje mayor pero aún pequeño de la población del planeta, es capaz de llenar su casa con bienes de consumo, mientras hace milagros para pagar la renta y sus tarjetas de crédito. Seguramente nuestros hijos no se conforman con un plato de arroz o con una camisa de algodón hecha a mano; más bien prefieren el exagerado y frenético consumismo; la mayoría de las personas anhela tener una casa con televisión e Internet, un teléfono móvil, una computadora personal o una tableta digital, pero también quieren tener una radio, un refrigerador, alimentos y bebidas procesadas y, por supuesto, un automóvil a la puerta, el bien de consumo más destructivo que se haya producido jamás.
Si nos pidieran una explicación de ello, lo más probable es que recordamos que la gente compra cosas porque son útiles, y además que compra más cosas cuando percibe mayores ingresos. Parece una explicación directa y precisa, pero si pensamos con mayor profundidad, descubriremos que la mayoría de los bienes que compramos están sobrecargados con diversos significados.
El más humilde plato de cereal o el más costoso traje de lino, son mucho más que alimento y ropa, y la razón para adquirirlos entraña algo más que el sentido de utilidad convencional.
Estas afirmaciones nos permiten reflexionar sobre uno de los fenómenos más evidentes que caracterizan hoy a nuestra cultura de consumo; es algo que otro historiador también norteamericano llamado Thomas Hine ha intentado describir en una especie de geografía detallada y que ha denominado la comprósfera. Vocablo cuya traducción al español, proviene del neologismo buyosphere, que tal vez se pierda en una pretendida analogía con el término biosphere (biósfera), es decir, la parte de nuestro planeta habitada por seres vivos y manifiestamente organizada por ellos.
Los seres humanos socializados en los patrones de consumo de la actualidad, y cuya configuración original debe rastrearse como mínimo hasta finales del siglo XVIII o principios del XIX, vivimos en un ámbito compuesto por lugares físicos y virtuales que ofrecen oportunidades para el consumo y que, al mismo tiempo, expresa un estado mental, el del sueño de una autocreación a través de los objetos que podemos llegar a poseer. De ahí que la comprósfera integre indistintamente las calles comerciales de las ciudades, los centros comerciales, los canales de televisión, la publicidad y el Internet, pero también la voluntad y el deseo de sus habitantes de imaginar sus vidas de un modo distinto, de creer que, mediante sus decisiones, pueden expresarse y tener cierto poder.
Obviamente, imaginar la sociedad contemporánea occidental al margen de esta configuración no tiene ningún sentido. Por esta razón, los habitantes de la comprósfera no tenemos más remedio que comprar para obtener un reconocimiento de pertenencia que, de hecho, no puede lograrse de otro modo. Compramos para sentirnos poderosos, seguros, responsables de nuestros seres más queridos; compramos para expresar nuestra esquiva subjetividad, para encajar o no desentonar, para celebrar la vida que tenemos y la que nos queda o la que soñamos.
la gente compra para ser feliz del único modo en que se le permite serlo, es decir, a través de los objetos, porque la felicidad –dicen algunos autores- está también en los objetos que nos rodean.
En términos generales, la gente no está dispuesta a perder demasiado tiempo en las compras, ni a dedicar mucho esfuerzo a pensarlas, pero tampoco, como a veces parece deducirse de las imágenes de la práctica consumista, a comprar sin ton ni son. Comprar es una responsabilidad, un ejercicio de poder, porque las decisiones que tomamos respecto a estas cosas desempeñan un importante papel a la hora de determinar quiénes somos.
Existe toda clase de compradores, desde los compulsivos, irreflexivos que sólo compran por comprar, aunque lo que adquieren no lo necesiten pero está de moda; los compradores precavidos y cuidadosos que examinan una y otra vez hasta la desesperación los bienes de consumo que adquieren, hasta los compradores de actitud relajada, que tienden a ser con frecuencia, personas acomodadas, cultas, escépticas ante la publicidad y proclives a gastar menos de lo que podrían gastar, y cuya contraseña no es la moda, sino la relación calidad-precio.
Sin embargo, no podemos rendirnos con facilidad a la extrapolación de esta cosmovisión típicamente occidental del consumo actual, donde las personas quieren hacer lo correcto, sentir lo auténtico y tenerlo todo.
En esta línea, existen consumidores que llegan incluso a sostener una afirmación desmesurada, pero difícilmente discutible: somos humanos, luego compramos.
Finalmente, la organización del consumo parece ser cada día más una tendencia que pasa por el entretenimiento; de tal suerte que si queremos saber algo más acerca de nosotros mismos y de nuestra relación con los demás a través de los objetos que compramos para llenar nuestra vida, busquemos en el espejo de la vida cotidiana una imagen clara, tal vez saludable pero lo suficientemente razonable de los procesos culturales que nos han atrapado en los dominios de la comprósfera.
¿Realmente somos lo que compramos?