Cultura para inconformes…
David Eduardo Rivera Salinas
La dificultad..
La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiestan de una manera tan clara como cuando se trata de imaginar la felicidad.
Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de fantasía. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de sentido y sin muerte. Y por lo tanto también sin carencias y sin deseo: un océano de agua sagrada, una eternidad de aburrición. Metas afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes.
Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, si no fuera porque constituyen el modelo de nuestros propósitos y de nuestros anhelos en la vida práctica.
Aquí mismo, en los proyectos de la existencia cotidiana, más allá del reino de las mentiras eternas, introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada, de las reconciliaciones totales, de las soluciones definitivas. Puede decirse que nuestro problema no consiste ni principalmente en que no seamos capaces de conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que precisamente nos proponemos; que nuestra desgracia no está tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear.
Deseamos mal. En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un refugio de amor y por lo tanto, en última instancia un retorno al origen.
En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa tierra de abundancia pasivamente recibida. En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por ladrones que desgraciadamente sí han existido.
Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él.
Así como se ahorra sin duda la angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo extraño y se produce la más grande simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente nuestras sociedades se caracterizan por una inaudita capacidad de entrega y sacrificios; que sus ciudadanos aceptan y desean el heroísmo, cuando no aspiran a la palma del martirio.
Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por encima de todo no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad de ponerse en razón, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto.
Lo más difícil, lo más importante, lo más necesario, lo que de todos modos hay que intentar, es conservar la voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación paranoide de la lucha.
Lo difícil, pero también lo esencial es valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos cantaría un eterno canto del aburrimiento satisfecho.
Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que no exige de nosotros ningún esfuerzo, ni nos pone en riesgo, ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades.