Cultura para inconformes…
David Eduardo Rivera Salinas
Ser o parecer
El filósofo francés Jean-Jacques Rousseau se lamentaba, en su tiempo, del triste espectáculo que a su parecer ofrecía la humanidad, deslumbrada por las Luces del gran carnaval de la historia, mientras él, cegado por ellas, advertía conturbado como el civismo desleal y las costumbres sociales sólo dibujaban máscaras y proyectaban sombras deformantes: nadie se atreve ya a parecer lo que es, decía.
Apariencia y realidad forman acaso la pareja conceptual más convocada en la historia de la filosofía, desde sus inicios hasta el presente; sin desmerecer el valor de otros combinados no menos potentes: ser y devenir; razón y pasión; el bien y el mal; verdad y falsedad; Dios y hombre; naturaleza y cultura.
Ser o parecer. En la vida hay dos clases de individuos. Están quienes, conscientes de sus carencias, no las contemplan como faltas, sino más bien como espacios libres, siendo capaces de actuar –es decir, aplicarse a la acción- a fin de prosperar en ese inabarcable itinerario que es la existencia. Pero, también los hay que no parecen de este mundo, porque no se reconocen en él (ni tampoco a sí mismos), su actuar -abandonarse a la representación- no brota de la energía propia de la acción, y hacen estragos con su mareante aparecer y desaparecer en el escenario de la vida, consumando una interpretación de personajes tan variados que no sabemos en realidad quién de entre todos es en verdad, y resulta que ellos tampoco desean saberlo, pues temen ser y que sepamos lo que son.
En el fondo, los hombres somos todos tan parecidos entre sí que no nos reconocemos. Surgimos del mismo punto y nos perdemos en líneas de recorridos tan dispares que terminan extraviándose en el horizonte, porque jamás se encuentran. Unos con acciones, otros con actuaciones (a veces con ambas), todos, criaturas del tiempo, deseamos dejar una herencia: la herencia del recuerdo. Todos, sí, sin excepción, queriendo dejar un rastro de nuestro transcurrir, perpetuando la memoria para así, tal vez, hacerla eterna.
¿Cómo construimos la memoria, la de cada cual? Memorizamos la vida haciendo memoria y haciéndola memoria. De este modo, creemos haber sintetizado el pasado y el futuro. Con vistas a esa necesidad de ser recordados, algunos olvidan un requisito básico sin el cual las intenciones y los proyectos son inútiles: la vida es vivida por uno mismo con los demás (compartiéndola con ellos), pero no para los demás (mirando por ellos, para que nos miren a su vez).
Comprobamos así que en la memoria de la existencia hay, pues, dos modos de conducirse: uno, entendiendo nuestra vida y nuestro ser como queremos que sea vivida, y cómo nos vemos en ella; y dos, haciendo de nuestra vida una función para que los demás nos vean y juzguen, asumiendo sin recato que somos lo que los otros resuelven que seamos.
Es posible encontrar una relación inocultable en este enfrentado duelo: la percepción de la muerte. Sucede que quien vive para sí odia la muerte porque clausura la vida; el que vive para el otro teme la muerte porque tras ella sospecha ser borrado (vale decir también, enterrado) por ellos.
Dedicar la vida a levantar la memoria o empeñar la vida en que los otros nos recuerden; he aquí la duda existencial que conduce al mérito de la gloria o al crédito de la fama.
Por ello tal vez, el gran filósofo Arthur Schopenhauer, en su magnífico ensayo Arte del buen vivir, ofrece una sugestiva división de los bienes de la vida humana: lo que uno es, lo que uno tiene y lo que uno representa.
Según la primera categoría, uno mismo es para sí sujeto y no objeto. De tal modo, los objetos del mundo, los acontecimientos y las circunstancias exteriores sólo afectan tangencialmente en el vivir, condicionan mas no determinan y nunca tienen la última palabra.
Lo que uno es, es lo esencial; lo que viene de fuera es accidental, y en modo alguno debe limitar la expansión y el ejercicio de la propia personalidad, que se define por la salud, la fuerza, la belleza, el temperamento, el carácter moral y la inteligencia.
En segundo lugar, en la esfera de lo que uno tiene, añade Schopenhauer, mandan la propiedad y el haber. Lo que uno tiene es aquello que acumula, pero no atesora, pues no cabe confundir riqueza y bienestar, posesiones y tenencias, con los auténticos bienes.
Aquél que sólo vive para tener, creyendo que los tesoros colman sus necesidades y que teme la miseria confundiéndola con la pobreza, a ése la vida le tiene sujeto y nada sublime puede esperar de ella. Poca fortuna logrará quien mucho aspira tener o conservar, así sin más. Cierto es que una vida regalada, de rentista, no podría parecerle mal al rentista Schopenhauer, pero sí una vida disipada y derrochadora, ésa que erige sus posesiones como castillos amurallados donde holgazanear a buen recaudo.
Para el voluntarioso Schopenhauer, merced a la posición acomodada puede el espíritu cultivado dedicarse al ejercicio del talento (sin la servidumbre de tener que ganarse la vida), levantándose cada mañana liberado y proclamar ufano: la jornada es mía.
El tercer modo de vivir es mera función, esto es, lo que uno representa.
Aquél que vive preocupado, sobre todo, por la opinión de los demás y por el qué dirán, aparece en sociedad con un maquillaje escénico, el cual, lo mismo que el tener, también oculta el verdadero ser. Mientras tanto, el actuante con alma de figurante se desespera anhelando la fama o el honor o la gloria; lo mismo da.
En este punto es donde desarrollamos nuestro análisis sobre la plena felicidad y la vida intelectiva superior, y ahí es donde es posible realizar otras exploraciones acerca de la división entre lo que el hombre es y lo que anhela representar o aparentar, entre la sed de virtud y el hambre de fama, entre actuar y justificarse, entre soñar con la gloria o vibrar por el éxito.
Ser o parecer.
O tal vez, ser y parecer.