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Cultura para inconformes…
David Eduardo Rivera Salinas
Sobre el bla, bla, bla…
Hay vigente una creencia, según la cual todas las opiniones son respetables e igualmente valiosas, derivándose de ella algunos corolarios tan devastadores como éste que hora comparto: todos los individuos estarían capacitados para emitir una opinión sobre no importa qué asunto, y además para hacerlo con prontitud, a veces, incluso al instante, sin tomarse el tiempo necesario para pensar sobre el particular y poder, en consecuencia, discernir de manera ponderada.
Según alguna suerte de filosofía, se cometen aquí dos delitos de lesa racionalidad: Primero, la trivialización en el uso de la palabra –algo así como tomarse como un juego el arte de encadenar juicios y razonamientos– y el suponer que es legítimo pontificar impunemente sobre cualquier cosa sólo porque sale gratis.
Segundo, y algo todavía más atrevido, acogerse a la consigna de la libertad de expresión a fin de despacharse a gusto acerca de lo que le viene a uno en gana, sin restricción alguna y a menudo también sin el menor decoro.
Pero el tema se complica en el momento en que quienes dan la palabra al público en general se moderan, asimismo, poco y mal, y así, en lugar de contener la delirante efusión de dictámenes del personal, les animan a intervenir de mil formas, a base de encuestas, cuestionarios, manifiestos, pulsómetros, sondeos de opinión, y etcétera, etc.

Queda consumada de este modo una penosa especie de democratización de los pensares y las decisiones que corre el riesgo de crecer y multiplicarse, dejándose tras de sí una rumorosa descendencia de opinantes, halagados por los modernos demagogos de la comunicación y la política. Por esta vía progresan y se amplifican las tiranías de la opinión pública, el consulting (es decir, las consultas), la vox populi, el respetable público y el sentir de la gente.

El micrófono está abierto y las cámaras no pierden detalle.

El pronunciamiento crujiente de la calle se funde y confunde con el análisis sereno de los más sabios y prudentes a la hora de establecer un punto de vista sobre los asuntos más o menos prolijos, sin que se considere, por lo demás, pertinente introducir elementos de discriminación entre ellos (porque eso sería políticamente incorrecto).

Bajo la presión de esta atmósfera social, la demoscopia alcanza el rango de revelación y oráculo del pueblo, cuando tal término de raíz alemana (demoskopie) sugiere la noción de fotocopiadora del pueblo, dicho sin exagerar puesto que la imagen usualmente manejada para acreditar los trabajos demoscópicos es hacer clic, es decir, la acción de pulsar el escenario social para tener así una fotografía fiel del estado de ánimo general, o sea, una impactante impresión. Toda opinión tiene acogida y cabida; y en efecto, se escucha de todo, pues a uno le preguntan y contesta cualquier cosa: el clic, el like, el me gusta y nada mas.

El relativismo cultural –entre otras clases nefastas de relativismo– tiene, en este escenario de variedades, inmejorables oportunidades para ver legitimado su propósito de equiparar y nivelar todas las culturas, las lenguas y las colectivas vigencias, como lo dijo Ortega y Gasset, sólo por el simple hecho de que existan, cuando más bien lo que se provoca con dicha actitud es que muchas de ellas existan -artificial y gratuitamente- porque se las emparienta con el resto.
¿Cómo no va a alcanzar popularidad la idea según la cual el diálogo es esencial y universalmente beneficioso en todos los terrenos y sin limitaciones o que la opinión pública siempre tiene razón? Lo preocupante aquí, es que expertos y especialistas de todo y de nada se esfuercen por dotar de fundamentación teórico y práctica a semejante engaño intelectual.
Tal vez ocurra esto porque no pierden la esperanza de ser fichados y promovidos por los partidos políticos de todos los colores, los cuales, por su parte, encantados de haberse y haberles conocido, han sabido dar forma a esta materia de opinión y transformarla en piedra filosofal, por ejemplo, en eso que llamamos ruidosamente, columnas políticas, santos oráculos de politiquillos de tercera.
Algunos de ellos por cierto, viven de rentas y otros del cuento de nunca acabar; si no rinden honores a la bandera todos los lunes por la mañana, es porque, dicen ellos, representan la opinión mayoritaria de los ciudadanos contra la autoridad, puesta de manifiesto cotidianamente y exhibida asimismo por la pregunta del hoy, donde los picos de las encuestas suben y bajan según el caprichoso y acomodaticio sentir de la gente, y lo que ayer se le antojaba criticar, hoy lo consiente o le da igual.
Sí, pero ¿cómo explicar a los sencillos y soberanos opinantes que sus emociones y ligerezas de un día, sus alivios momentáneos, no han sido moralmente inocentes sino materia de opinión para armar al político corrupto?
Porque el ser humano está constituido básicamente de voluntad y entendimiento, pero para que puedan ejercitarse convenientemente exigen -como indicó Baltasar Gracián- de resolución y demostración, respectivamente; pues bien, con muchos opinantes sucede lo contrario que con las vasijas que recogen mucho y gotean poco; es decir, son tan morosos en el arte del entendimiento como porosos en el ejercicio de la manifestación; en uno y otro caso, urge que se impongan la calma y la discreción.
Sin embargo, el gran drama de estos tiempos reside en que cualquier fulano tome la palabra para pronunciarse sin reparo acerca de todo y sobre nada, entendiendo por resolución, el hecho de aseverar sin pensárselo dos veces, y por demostración, sólo la acción de realizar una simple prueba de exhibición pública.

Esto es, en rigor, cosa muy irresponsable, porque significa actuar a tontas y a locas, sin capacidad para poder responder cabalmente a continuación de lo expresado, compartido, criticado o halagado; pero sobre todo, para no confundir entre expresar una opinión fundada y el tan elocuente bla, bla, bla de todos los días en casi todos los medios.