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Cultura para inconformes…

David Eduardo Rivera Salinas

Creer menos…

La vida es un constante acto de fe. La racionalidad no es la norma sino la excepción. Si tratamos de entender de manera racional cada acontecimiento de nuestra vida y no damos simplemente por válida una serie de principios y hechos, no podríamos hacer nada.

Lo mismo ocurre con nuestras acciones; por ejemplo, si cada vez que tuviéramos sed necesitáramos demostrarnos la existencia del agua en el mundo extramental antes de tomar un vaso con agua, seguramente moriríamos en el intento.

Generalmente, no sólo creemos en las cosas que nos rodean, sino que tratamos de encontrar un sentido a nuestra vida y a todo lo que suponemos que existe, a partir de grandes explicaciones que son nuestros puntos de referencia para creer que actuamos bien o que actuamos mal.

Creer o no en verdades absolutas supone una actitud ante la vida. El creer o no creer, ser dogmático o mantener una posición de apertura frente a las verdades ajenas, tiene que ver más con actitudes ante la vida que con la militancia en una doctrina política o en una religión.

Son las adhesiones definitivas a verdades absolutas las que se han debilitado en el mundo de hoy, particularmente respecto a lo político. No significa esto que nos hayamos vuelto totalmente racionales; sólo quiere decir que la política se ha vuelto más cotidiana y que se ha despojado al poder de sus aspectos inexplicables y misteriosos.

Los ciudadanos ven hoy la realidad desde una perspectiva tal vez más democrática, pero al mismo tiempo más lúdica, pragmática, individualista y erotizada, porque la sociedad está hoy mucho más informada y liberada de una serie de mitos y visiones de la vida, propios de otros tiempos.

Sería absurdo pensar que, siendo ahora tan distintos de lo que fuimos hace muchos años, los ciudadanos de ahora y nosotros mismos, no desarrollemos actitudes diferentes hacia la política.

De una cosa estamos seguros ahora: no poseemos verdades absolutas, definitivas, ni nos parece tan claro que la historia tenga una teleología, es decir, unos fines que determinen el alfa y el omega capaces de definir la dirección correcta de nuestras acciones. Y por supuesto, no escribimos estas reflexiones para cuestionar si los valores de ahora son mejores o peores que los del pasado reciente.

La realidad es que vivimos en el mundo en que hemos nacido y no en el que desearíamos vivir. Claro que tenemos nuestras propias ideas acerca de cómo quisiéramos que fueran las cosas, pero estamos conscientes de que ésas son las preferencias de quienes nacimos en medio de libros y de utopías, en una época en que vivíamos y aún lo hacemos, enamorados de las palabras y creyendo que la política es una contienda en buena lid entre nuestras ideas y las de otros. Comprendemos pues, que la realidad cotidiana ha cambiado y seguirá haciéndolo; pero que estos cambios tienen consecuencias importantes en nuestra comprensión de lo político, lo que nos permite orientarnos mejor en la realidad actual.

Sin embargo, lo anterior no nos exime de pensar y actuar críticamente y, en no pocas ocasiones, a contracorriente. Es necesario pues, creer menos en las verdades de otros y pensar por uno mismo; tener menos respeto a los intentos por imponernos criterios ajenos e inconformarnos ante las opiniones dominantes y el camino común; seguir más a menudo nuestras convicciones, escuchar el latido de nuestro corazón y, por qué no, soñar más con cambiar el mundo.

Los cambios en la forma de pensar y hacer la política son ahora más evidentes y los ciudadanos lo advertimos, aunque parece que los políticos aún no quieren darse cuenta de ello.

Ni la extensa lista de promesas incumplibles, ni los discursos demagógicos de todos los días, ni mucho menos la permanente pero ridícula disputa entre adversarios políticos le interesa a la mayoría de las personas, pues los ciudadanos estamos ya hastiados de todo eso.

Creer menos, pensar diferente, actuar mejor.