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Cultura para inconformes
David Eduardo Rivera Salinas

El valor de la conversación…

«Nuestra mente es mucho más maleable de lo que pensamos», afirma categóricamente Mariano Sigman, uno de los referentes internacionales en el campo de las neurociencias, sobre todo aplicadas al mundo de los sentimientos y las decisiones, en su nuevo libro titulado “El poder de las palabras”; ahí podemos entender, aunque nos resulte sorprendente, que los seres humanos somos capaces de conservar durante toda la vida la misma capacidad de aprender que teníamos cuando éramos niños. Lo que sí perdemos con el paso del tiempo es la motivación para aprender, y así vamos construyendo creencias sobre lo que no podemos ser, desde aquellos que están convencidos de que las matemáticas no son lo suyo, hasta quienes sienten que no nacieron para la música o aquellos que creen que no pueden controlar su enfado o superar sus miedos.

Derrumbar estas afirmaciones o sentencias, es el punto de partida para mejorar cualquier cosa, en cualquier momento de la vida. Podemos cambiar nuestra vida mental y emocional, aún en lugares que parecen profundamente arraigados; para lograrlo, es decir, para transformar nuestra mente, hay que aprender a tomar buenas decisiones en dominios donde nos hemos acostumbrado a resolver las cosas en forma automática.

Para hacerlo, disponemos de una herramienta simple pero muy fuerte, la conversación, o mejor dicho, las buenas conversaciones; y aunque esta idea no es nueva y se encuentra en las bases de nuestra cultura, puede ser de gran ayuda en estos tiempos, pues hoy la conversación está más presente que nunca en todo tipo de medios y formatos, desde la conversación personal, íntima e inmediata, o aquella que sucede cuando se mira a los ojos de otra persona, hasta aquella otra que se desarrolla -a pesar de sus limitaciones- a través de medios digitales, por medio de internet y sus aplicaciones de correo electrónico, mensajería instantánea y, por supuesto, las redes sociales.

Sin embargo, parece que hemos olvidado al mismo tiempo el valor que lleva en sí misma, y la desdeñamos como si no sirviera para nada y nos hemos vuelto escépticos y desconfiados de su capacidad para ayudarnos a pensar mejor.
Una buena conversación es como un taller de buenas ideas, de ideas extraordinarias, y un medio muy poderoso para transformarnos, para llevar una vida emocional más plena y, por qué no, para ser mejores personas. Dialogando se mejoran sustancialmente las decisiones y el razonamiento, se aclaran las ideas, tanto aquellas que se refieren al mundo como a nuestra forma de sentir; y esto se debe fundamentalmente a que en el intercambio de ideas se vuelven visibles procesos mentales que de otra manera pasarían inadvertidos. En el poder de las palabras, encontraremos un dispositivo y un horizonte: el dispositivo es la buena conversación; el horizonte, las emociones.

Por ejemplo, respondemos de forma automática a problemas complejos con la información escasa que tenemos en mente: en menos de un segundo formamos todo tipo de opiniones sobre un tema que acabamos de conocer, y como ni siquiera nos enteramos de todas las consideraciones y argumentos que no tomamos en cuenta, llegamos a conclusiones equivocadas, aunque confiamos plenamente en ellas. Este sesgo convierte al lenguaje en un arma de doble filo; por un lado, su capacidad de combinar palabras le da una precisión potencialmente infinita; sin embargo, en la práctica ese recurso nunca se utiliza y, por lo tanto, terminamos comunicando de forma muy rudimentaria lo que queremos expresar. Describir emociones llenas de matices con unas pocas palabras nos impide reconocer y distinguir un amplio espacio de anhelos y agonías.

En la propiedad reflexiva del lenguaje, encontramos la capacidad de los enunciados para modificar aquello que describen, sobre todo, en referencia a nosotros mismos, pues una mirada parcial y distorsionada hace que a veces nos sea difícil distinguir lo verdadero de lo falso. Pero esa miopía no es exclusiva de mundos lejanos y desconocidos; es más bien un rasgo idiosincrático de nuestra capacidad de conocer, de modo que la mentira se funde con la verdad y, en esa mezcla, vamos construyendo nuestro propio personaje.

Frente a este tipo de errores, tenemos una solución a la mano: aprender a conversar. La conversación es una herramienta ancestral, a la vez tan simple y poderosa, que hace visibles errores del razonamiento que suelen pasar inadvertidos; el diálogo nos permite resolverlos y así mejorar sustancialmente nuestra forma de pensar. Podría resumir esta idea así: conversar para conocer el mundo, o mejor aún, conversar para crear el mundo, nuestro mundo.