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Cultura para inconformes
David Eduardo Rivera Salinas

Elogio al desorden

El orden es el placer de la razón,
pero el desorden es la delicia de la imaginación.
Paul Claudel, Poeta Francés

Debo confesar que yo soy una de esas personas que suelen guardar cosas -generalmente cosas pequeñas o no muy grandes- en cualquier lugar de mi casa -particularmente de mi estudio-; cosas que en ocasiones no sólo olvido que las tengo sino también que no recuerdo dónde están cuándo las busco. A pesar de las insistencias que otros me hacen por deshacerme de ellas, me resisto -no siempre lo logro- a tal grado, que me enorgullezco del perfecto desorden en que se encuentran muchas de mis cosas.

Son objetos que, de alguna manera, tienen un significado para mí, y que a menudo me hacen ver un error conceptual en nuestra relación general con la cultura material: lo que a menudo consideramos como cachivaches -todas esas cosas innecesarias, a menudo excéntricas, que alguien más ordenado mandaría a la basura- en realidad pueden ser buenos para nosotros.

Quizá la que con más insistencia ha estigmatizado la acumulación de objetos así ha sido la gurú del orden, Marie Kondo. En su última versión, mezcla el deseo de poner orden en nuestros rincones pandémicos -llenos de cosas después de un par de años de compras online para combatir la monotonía- con una tendencia actual del minimalismo que equipara la estética del espacio vacío con la sofisticación consciente. Sin embargo, el mensaje que transmite resulta sospechoso al menos, pues creo que una vez más se trata de un regaño minimalista que insiste en que debemos hacer un acto de contrición por nuestro materialismo, al insisitir en que las cosas no son tan importantes. Entiendo que quizá esa sea una idea que parece difícil debatir, aunque al mismo tiempo también resulte incómoda de aceptar.

Para mi fortuna, al comentar este tema con familiares y amigos me doy cuenta que existe un movimiento contrario al imperativo de hacer limpia -algo así como un desorden muy bien organizado-, que en realidad es un claro elogio de la relación humana con los objetos.

Esta forma de pensar ve en las redes sociales un impulso de una estética hacia lo neutral, lo aceptable, lo insulso y de un amoldado buen gusto: una interminable serie de fondos desprovistos de estilo personal. Lo otro, en cambio, depende por completo de la idiosincrasia personal y de unos intereses singulares, pues se manifiesta como la celebración de una individualidad radical, muy valiosa y atractiva, porque en estos tiempos de imitación omnipresente, el desorden representa algo más original.

Debo admitir que, en algunos casos, esta forma de pensar y actuar está más cerca de ser una versión suavizada de lo que es pura acumulación compulsiva, cosa que no comparto, pero el argumento sobre la individualidad parece correcto, pues en este caso apunta a las razones por las que el instinto de apreciar el desorden es natural pero frecuentemente poco valorado.
Los detractores más obstinados del desorden confunden dos formas distintas de materialismo. Por utilizar los términos de la psicología conductual, por un lado el materialismo terminal, que se refiere a cuando se adquiere y se valora un objeto solo por sus propiedades intrínsecas, como, por ejemplo, un nuevo teléfono móvil -que también acabará inevitablemente obsoleto-; pero por otro lado, todos esos objetos que quizá no valen nada -excepto para nosotros-, pero que nos resistimos a tirar, suele ser un ejemplo de un materialismo instrumental, aquel que valora los objetos por su relación con otras personas, con lugares o con momentos de nuestra vida, y les conferimos un significado.
Los objetos que mantenemos cerca de nosotros crean permanencia en la vida íntima de la persona, y, por tanto, son los que más influyen en la composición de su identidad; a las cosas se les tiene cariño, no por la comodidad material que proporcionan, sino por la información que transmiten sobre quien las posee y sus lazos con los demás. Esto no quiere decir, por supuesto, que los fans del minimalismo sean inhumanos o que la verdadera conexión dependa de los símbolos materiales; más bien creo que estos vínculos personales entre objetos y significados sí contradice la habitual crítica de que el apego material obedece a una superficial exhibición de estatus. Estoy convencido que las personas que conservan cosas u objetos, consideran que cada uno de ellos tiene su propia historia; que son cosas a las que se les tiene cariño, por muy absurdas, minúsculas o nimias que le puedan parecer a alguien más; y que son algo más que historias que cuentan nuestro desorden, pues en realidad son historias que nos contamos a nosotros mismos.
Creo que eso es bueno, porque es más probable que sean los objetos que ya poseemos los que se entrelazan con las personas y las experiencias que dan sentido a la vida; por eso, guardar cosas viejas o raras es seguramente más importante que la siguiente innovación de moda que podamos comprar.

Quizá valga la pena explorar con más cuidado esa especie de categoría de la cultural material que no recibe mucha atención, pero que aporta una visión distinta sobre ordenar y tirar cosas a la basura: el significado de los objetos que teníamos antes, pues nada esclarece más el valor instrumental de un objeto que su desaparición definitiva.

Aunque ahora me pregunto con mayor insistencia si sabía, cuando alguna cosa desapareció para siempre, si iba a echarla de menos. Quizá sólo estoy haciendo conjeturas, pero de ahora en adelante pondré más cuidado en todo aquello que pudiera deshechar, pues la víctima de la limpia de hoy es el objeto perdido de mañana, y los objetos perdidos lo son para siempre y tal vez aún tenemos en casa algunas cosas que no queremos perder nunca.