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Los terremotos que vivimos

Dra. Verónica Arredondo

Dos terremotos han ocurrido en unos pocos días afectando a varios estados del país. Dos terremotos que han sido de gran intensidad y que causaron daños en la infraestructura, pero que no resultaron fatales como se podría esperar. Aún así no dejan de recordarnos lo frágiles que somos ante las catástrofes naturales, y que nuestra vida se nos podría escapar en un suspiro. Se siente angustia, al menos así lo he sentido yo.
Apenas hace unos años, en 2017, nos tocó de manera directa atestiguar otros dos terremotos que ocurrieron casi con una semana de diferencia, el segundo de ellos afectó la Ciudad de México con gran magnitud, ocasionando la pérdida de varias vidas humanas. La nación entera seguimos a través de los medios de comunicación el relato de los hechos, y la evolución que atravesó la gran ciudad para poder sortear los acontecimientos.
Apenas recuerdo el terremoto de 1985, quizá lo tengo más presente como un hecho histórico porque lo guarde en la memoria. Lo que sé es lo que todas y todos sabemos: que se acabó el mundo para muchas personas. Literalmente fue el fin de muchas y muchos mexicanos, y el hecho marcó el inicio de una cultura cívica y social preparada para enfrentar terremotos. Aunque claro, por más que una persona esté habituada a vivir en un lugar donde tiembla siempre, nunca se está preparado del todo.
Abrazo desde esta columna a la gente que ha vivido un temblor y que ha sufrido pérdidas de familiares, amigos, seres queridos. Entiendo la pérdida de alguien que quieres, de un familiar, por una causa que parece que ocurre de repente, y no hay nada que hacer. Se siente una tremenda frustración, tristeza, impotencia. Es inevitable vivir con el miedo y la zozobra de despertarse escuchando la alerta sísmica, pero es un logro que exista un medio que nos avise que tenemos que ponernos a salvo. Tenemos que poner a salvo nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestro corazón, y no solo de los terremotos, sino de la realidad que a veces no hace sino aplastarnos. Tenemos varias esperanzas a las que aferrarnos en el camino, y podemos hacerlo juntas y juntos.
Yo no sé mucho de los terremotos, sé que es producido por el choque de las placas tectónicas, y que estas están en constante movimiento, o sea, que siempre están chocando, y entonces siempre está temblando, pero pocas veces el movimiento telúrico alcanza magnitudes catastróficas. También sé que hay zonas en el país más proclives a temblar, como la franja del océano pacífico, estados como Guerrero, Oaxaca, Michoacán, y que cuando tiembla en alguno de esos lugares, la onda sísmica alcanza un radio grande que abarca otros estados de la república. Y sé esto porque la información se encuentra en los medios masivos, lo sé porque me encuentro ahora en la Ciudad de México, pero si me lo preguntan no soy capaz de explicarlo en términos científicos porque no es la rama científica en la que me he especializado.
Sin embargo sé otras cosas más sencillas y cotidianas. Sé que por más simulacros que hagamos y estemos entrenados, un temblor es un evento que nos deja con la boca abierta por varias razones. Por más que estemos preparados, nunca lo estaremos del todo.
La Tierra se mueve y no dejará de hacerlo, quizá no nos vuelva a tocar vivir otro terremoto, quizá sí. Como personas responsables tenemos que tomarnos los simulacros en serio, las indicaciones de protección civil. Poco a poco hemos ido construyendo las bases para prever eventos sísmicos, cómo actuar, qué hacer. Anímicamente es necesario que exista entre nosotras y nosotros la ternura, el cariño, la comprensión, el acompañamiento. La empatía es una herramienta importante que nos sacará de muchos apuros. Podemos ver que de verdad somos agentes de cambio cuando trabajamos en conjunto y jalamos parejo.